Quimera
Vino a contarme que los sueños que más duran son los que primero se rompen. Y a mí me dieron ganas de destrozarle la cara y decirle que para mí no era un sueño: era una pesadilla. Que me importaba poco su autoestima o la mía, que sólo quería hacer estallar por los aires los castillos de arena aunque no hubiera nadie dentro. Y que si había algo que de verdad me rompía las ilusiones era su sola presencia, tan caótica y desesperada por atención que lograba distraerme y llevarme a rastras al pozo más profundo. Pero era también inevitable y no tenía manera de liberarme. Inevitable, irrelevante y tóxico. Y así no había manera de escapar de aquella fosa que era su boca ni de los ladrillos con los que me aprisionaban sus manos. Volvía a caer y me quedaba allí escuchando el eco tétrico de lo que yo creía su llanto y era el mío, incapaz ya de distinguir su boca de mi boca, su dolor de mi dolor, su ansiedad de la mía. Aquello era una catástrofe natural en algún rincón desierto de África de la que no hablan las noticias porque a nadie le interesa. Y si no lo ves, es como si no estuviera pasando. Pero a mí me pasabas todos los días como un tren en la estación y, en vez de parar, te dejaba que me arrollaras para olvidarme del dolor.
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