Cicatriz

Tengo una cicatriz en el pecho,
por dentro, a la altura del esternón.
Tiene su propio espacio a la izquierda
y molesta un poco al respirar
cuando me acuerdo.
A veces roza con algún recuerdo afilado
y escuece un dolor violento y brusco
que tarda un poco en desaparecer.
Procuro no mirarla demasiado
y mandarla al limbo con las otras heridas
aunque a esta, por ser la más reciente,
le guardo cariño todavía.
Me provoca cierta ternura verla ahí,
sentirla como si llevara con ella cien años,
viendo cómo termina de cerrar.
Está apoyada sobre otra que ya me hicieron antes
y que dolió la eternidad de la vida de una estrella.
Son dos recuerdos, de un verano y de un invierno,
estaciones de cambio y daño,
que me obligaron a deambular, a abrir el cuaderno
de los olvidos y leer las instrucciones para aprender
a coserme por dentro los estigmas de los solsticios.
Son recuerdos de dos lobos que afilaron
sus uñas contra mi pecho, a la izquierda,
a la altura del esternón,
donde me duele un poco al respirar.
Me acuerdo cuando me da el sol
y cuando el cielo frío acentúa la humedad del musgo
sobre las rocas de mis dedos.
Les tengo el mismo cariño que se les tiene a los despistes tontos
y el mismo odio eterno que se le guarda a los traidores.




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