Días que duelen


Sigue esperando a que el cartero llame dos veces con carta de él para ella. Sigue fumando, y fumando espera al hombre que ella quiere pero que no la quiere a ella. Que prefiere a otra a la que tampoco puede odiar porque, ¿cómo va a odiar a una persona que ama lo mismo que ella? Pero es que esperar es más fácil que salir de la cama y abrir las ventanas. Es más cómodo que asumir la derrota y tener que limpiarse las lágrimas de la vergüenza del perdedor. Esperar siempre es mejor que atreverse a salir del dolor, porque al dolor lo conoces y te reconforta; es como ese lugar en el que has llorado pero también fuiste feliz: has estado ahí antes y sabes que tarde o temprano acabarás volviendo. El dolor es lo más cómodo de esperar, porque nunca te abandona. Se pega a ti, como la arena al final de un día de playa, y te acompaña a casa. Se clava como una púa pequeña en tu dedo meñique; te escuece con pequeños pinchazos que te hacen imposible olvidarte de que está ahí, pero es soportable. Esperar es el veneno de la esperanza. Es un maleficio pequeño. Te engaña. Te lo crees. Porque sus mentiras son lo que quieres escuchar. No quieres escuchar que si te quitas la tirita que cubre la herida te va a doler tanto que te vas a querer morir, porque va a dejar a tus debilidades sangrantes al aire. Pero es que ésa es la única forma que hay para que cure. De otro modo, lo único que haces es seguir desangrándote con una bala en el pecho mientras miras para otro lado.


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