Derribando las hostilidades

A veces pasa.
Sucede algo que te parte
de parte a parte
desde el asta hasta el toro
te abre en canal
y te ves en la obligación de mirarte la herida
por donde te ha partido el rayo
(que vuelve a caer por tercera vez sobre el mismo árbol)
y, con más curiosidad que recelo,
hurgas con tus dedos en las vísceras
a ver qué pasa por dentro
- ¿de dónde sale esta bilis que te tengo?-
Que hay que abrirse
de tanto en tanto, en tanto en cuanto,
colarse y apretar con una mano
las tripas y los pulmones
darse asco, quedarse sin aire,
sentirse lo viscoso y lo resbaladizo
lo poderoso que es lo frágil
lo frágiles que somos cuando nos creemos poderosos
y preguntarse, con el corazón en la otra mano,
por qué no cicatrizan las heridas
por qué se retuercen en sus fluidos los intestinos
por qué arden y se rompen como hojas de papel.
Después no hay que lavarse las manos:
hay que mancharlas de sangre,
pintura de guerra que no se borra,
y ser el cuerpo mutilado en la batalla que se mantiene en pie
a fuerza de coraje.



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